Ni tanto ni tan calvo
PEDRO PABLO MARRERO HENNING
Durante tres años, hasta que recién cumplidos los diez ingresara de bachiller en el Colegio Viera y Clavijo, fui alumno del Colegio de Doña Salomé Araña, que se encontraba ubicado en la segunda planta del número 16 de la calle Arenas, en la ciudad de Las Palmas. Oronda, de proporciones algo más que generosas, de mirada y gesto muy severos, la popular y con sobrados motivos tan temida maestra originaria de Santa Lucía de Tirajana, decoraba con un moño, minúsculo y bastante ralo, la cima de su cabeza de corte nipón.
Durante todo ese tiempo, tres cursos por lo demás inolvidables en lo positivo, conservé, cual oro en paño, un pelo de camello cuidadosamente enrollado y guardado en la que había sido una diminuta cajita de hojalata de sabrosas pastillas Juanola, es decir, de regaliz. Bien frotado entre las manos, aquel pelo de camello habría de servirme, según me aseguró entonces el avispado condiscípulo de mi edad que me lo suministró, para mitigar el punzante efecto de los siempre innecesarios palmetazos que repartía Doña Salomé, como fiel partidaria que era del tan riguroso como poco didáctico lema medieval: "La letra con sangre entra".
Aunque se excediera en el castigo -hoy su comportamiento docente habría sido causa de un gran escándalo social-, he de confesar, sin embargo, que en ninguna ocasión fui testigo de que llevara su sanguinaria amenaza a las últimas consecuencias; y, asimismo, sospecho que tras su máscara de permanente y dura cascarrabias se escondía un ser socarrón, con cierto sentido del humor, capaz de amar a sus a veces asustados alumnos, entre los que tenía a sus intocables y empollones favoritos. Por extraño que pueda parecer, lo curioso es que el antídoto funcionaba y que más de una vez he lamentado no haber conservado aquel milagroso, amarillento, áspero, delgado y repugnante pelo de camello, con el que aminorar el efecto de algunos de los inevitables palmetazos que la vida acostumbra a dar.
El sábado, en una cena, tuve de compañera de mesa a una profesora, con todos los síntomas de sufrir el incomodo síndrome de terror causado por el hoy, cada vez más frecuente por desgracia, comportamiento agresivo, irrespetuoso, malcriado y violento que pueden exhibir algunos mal llamados alumnos; en su caso, de doce y trece años de edad: "y si les riño o impongo algún tipo de sanción, como la de expulsarles por unos días de mi clase, tengo garantizado un desagradable conflicto con sus padres", me comentaba.
De la dirección del colegio tampoco esperaba la atribulada profesora una actitud de solidaridad y apoyo: "Les aterroriza igual que a mí ¡y lo entiendo!, que los progenitores de los alumnos les armen un follón". La educación y sus múltiples sistemas pertenecen al grupo de temas de inagotable debate y de solución imposible.
Asumido que el logro de la perfección es inalcanzable, la sensación de que en la actualidad algo falla estrepitosamente, de que nos encontramos a una distancia infinita de la utopía, está más que fundamentada. Y al tiempo que los padres no comprenden cómo, dándoles y consintiéndoles todo o casi todo, no logran que sus hijos sean la imagen de la felicidad misma, los sociólogos alertan con preocupación que el bajo nivel de autoestima de la juventud es de lo más alarmante.
La mejora de el panorama no es probable que venga, en ningún caso, de la mano de ocurrencias e inventos con el talante y características del canal de televisión recientemente inaugurado en Estados Unidos -se propagará como setas por todas partes-, que, por una módica cuota equivalente a 7,80 mensuales, dará la oportunidad a los padres de librarse de los entretenidos hijos y a éstos, infantiles consumidores, de empacharse con 24 horas diarias de caja boba ad hoc, sin interrupciones ni cortes publicitarios.
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