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La Voz de Gran Canaria

Xenófobos, no

Xenófobos, no

JOSÉ H. CHELA

Se me han quejado algunos vecinos de La Montañeta, de Garachico en Tenerife y hasta el alcalde de la localidad, Ramón Miranda me ha explicado, a través de un emilio, su actuación en el caso del traslado de menores inmigrantes a aquel barrio, porque, en otro medio de comunicación -no en éste- hablé recientemente de xenofobia al referirme a los sucesos acaecidos allí la pasada semana.

Por si el lector lo ha olvidado o no está al tanto, le recordaré que, hace unos días, un grupo de habitantes de aquel lugar recibió con gritos e insultos claramente racistas a treinta y dos adolescentes inmigrantes a los que se buscó alojamiento y refugio en la sede de la Cruz Roja en aquella zona del norte tinerfeño. La manifestación, seguramente por lo desproporcionada y violenta, causó estupor en todos los espectadores que pudieron contemplarla a través de las distintas cadenas nacionales de televisión.

Luego, los airados vecinos explicaron y trataron de justificar su agresividad verbal y gestual apelando a la defensa de la tranquilidad tradicional en su territorio y al peligro que suponía la presencia de los inesperados huéspedes. Unas disculpas –que no llegaron a tales- sin ningún sentido, ya que los pequeños inmigrantes no eran delincuentes y ni siquiera iban a mezclarse probablemente para nada con los habitantes del barrio durante su estancia, naturalmente breve, en las instalaciones de acogida.

Como otras muchas personas que conozco, en esta isla y fuera de ella, cada vez que surge el tema de la inmigración, las gentes de La Montañeta comienzan su conversación haciendo una advertencia que nadie les exige y ni siquiera las pide:

- Yo no soy xenófobo.

Esa entradilla de inicio para el discurso subsiguiente, ya mosquea, claro. Pero, pensándolo bien, muchos de los que rechazan la acusación de xenofobia tienen, en efecto, razón, si nos ponemos en plan puristas. Un xenófobo es el que siente odio, repugnancia e, incluso, temor, hacia los extranjeros. En general. Es decir, se puede ser racista –que es otra cosa-sin ser xenófobo. Cuestión de color, más bien. O de la procedencia del otro. Quienes se preocupan en exceso –y no digo yo que no sea preocupante- por la llegada continuada de cayucos cargados de subsaharianos, que son instalados en centros desbordados e insuficientes, para, después, ser repatriados o desviados hacia la Península, no experimentan la menor inquietud por la arribada, también permanente y constante, de extranjeros de otras procedencias. Y ni se interesan por las estadísticas diarias de viajeros llegados desde otros países que vienen a instalarse en estos peñascos.

Cuando se quejan de que aquí no cabemos más, sólo se refieren a los negros. O a los moros. La cercanía de unas docenas de menores inmigrantes de color causa alarma y desazón. Pero, la vecindad con una panda de rubios centroeuropeos, recién instalados, sólo genera curiosidad, cuando no indiferencia. El hecho de que los nuevos convecinos sí puedan pertenecer a bandas criminales o mafias de delincuencia organizada, no influye en la tranquilidad cotidiana de la comunidad. Porque, efectivamente, en la mayoría de las pacíficas comunidades isleñas no existe la xenofobia. Racismo, sí, pero, xenofobia, ni hablar. No usemos calificativos al buen tuntún. Son sentimientos distintos.

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