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La Voz de Gran Canaria

El vicio de leer

El vicio de leer

JAVIER DURAN

Una investigadora que estuvo la semana pasada en Agüimes para hablar de adolescencia y agresividad hizo una confrontación entre la televisión y la lectura, dando a conocer un informe de la Comunidad de Madrid sobre la mayor serenidad y menor belicosidad de los jóvenes dedicados, al menos una vez a la semana, al hábito de abrir un libro y entregarse al relato. Sus palabras me sonaron a explicación sabia en un contexto donde los expertos sociales buscan y rebuscan sobre las causas del macrobotellón y sus epílogos violentos, la grabación en el móvil de palizas a mendigos por aburrimiento o los asesinatos protagonizados por imberbes en el zaguán de un cajero automático. Juan José Millás acaba de publicar Un mapa de la realidad., una antología de textos de Espasa, un libro donde también recoge, a modo de introducción, su encuentro con esta inmensa enciclopedia, comprada por su padre "cuando el dinero no valía nada", y que a él le sirvió, aún niño, para conocer entre el pánico y el atrevimiento el significado de muchas palabras, unas prohibidas y otras de libre circulación. Muchas de ellas, la primera es "aborto", aparecen en la obra.

El desasosiego prematuro de Millás por la palabra escrita no resulta común, aunque también es verdad que antes (no sabría precisar la fecha) se presumía de ser víctima de la capacidad de un libro o un pensamiento para cambiar la visión de la vida. La colmena o La familia de Pascual Duarte, ambas de Camilo José Cela, entraron en el BUP por la puerta grande de la memoria literaria, y gracia a ellas se supo de la realidad vital de la posguerra y también del giro que el escritor impuso sobre la creación literaria española a partir de los cincuenta. Juan Manuel García Ramos, que acaba de ganar el Premio Canarias de Literatura, subrayaba su "fe durante más de 30 años en la palabra escrita". Su obra, sin ir más lejos, tiene un título totémico, que no es otro que Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y a la que le ha dedicado muchas horas de investigación. Nuestros padres tenían menos competencia a la hora de llevarnos hasta el libro: un paquete con la inevitable Isla del tesoro, entre otros títulos, no tenía que hacerse hueco entre los videojuegos o el móvil de última generación. Ahora, creer en lo dicho por la investigadora en Agüimes es afrontar un esfuerzo para desplegar la imaginación; por ejemplo, establecer un calendario para ir de compras a la librerías con el objeto de persuadir, seducir o convertir el acto de leer en una atmósfera. ¿Pero es necesario echarle imaginación al asunto para no perder adeptos o adicciones? Hace años, un compañero de la Universidad se ganaba un dinero extra como asistente de un exiliado, directivo del Ateneo de Madrid, que tras volver de México empezó a perder la vista y a necesitar como consecuencia de ello a una persona que le ayudara con sus escritos. Un día fuimos juntos al Ateneo, y nos adentramos por los pasillos cargados de conocimiento hasta llegar a un pequeño despacho, sólo iluminado con la luz de un flexo, donde el profesor examinaba las páginas de un libro con una lupa de grandes dimensiones. El señor, cuyo nombre no puedo recordar, levantó su precaria vista del libro para saludarnos. Fue amable, pero si no lo hubiese sido daba igual: su presencia, su veneración por el libro que reposaba sobre un atril, su humildad en un lugar de la cultura... Todo ello, que agradecí profusamente al compañero de aula, se quedó grabado como una instantánea a respetar, a colocar en la balanza. Visto a día de hoy me pregunto si la imagen del Ateneo tiene el mismo valor en un tiempo donde, por desgracia, el ilustre exiliado hubiese sido tratado de loco, o simplemente como el residuo de una sociedad acostumbrada a encontrarle una contraprestación a todo.

Es verdad que cada vez son más las casas que carecen de libros. En algunas se abren cajas y se celebran entierros de bibliotecas con tomos de papel cebolla y encuadernación de piel, comprados en la época del boom de Planeta, cuando los españoles del desarrollismo se hacían con el Seiscientos, los primeros electrodomésticos y las adquisiciones a plazo de los Nobel para unas casas que empezaban a lucir plástico y la prepotencia de una cierta felicidad material. El paisaje que cae derrotado deja paso a otro: una televisión de envergadura ocupa el espacio de la centralidad, rodeada de todo tipo de artilugios electrónicos conectados a un ordenador. La mesa de los posavasos y el jarrón de flores tiene a su alrededor varios móviles, uno para cada miembro de la unidad familiar, y hay momentos en que suenan todos a la vez, igual que una petición colectiva de ayuda frente a un desastre natural. Los videojuegos y las plays también demandan su lugar, y junto a ellos, en rivalidad con los teléfonos, más de dos mandos a distancia. Durante la noche, en el silencio, todo el aparataje respira igual que el ruido de una mosca, y la oscuridad se llena de chivatos encendidos que señalan el camino. Contra todo ello, día a día, tiene que luchar la lectura, el tiempo de lectura.

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