La mano de Dios
ÁNGEL TRISTÁN PIMIENTA
El derrumbe del ´Dedo de Dios´, porque lo que ha quedado, siguiendo el símil, sería la mano, el puño, ha constituido un fuerte impacto para la sociedad insular. Fue Pepe Dámaso el primero que logró traducir en palabras un sentimiento que se desbordaba en el boca a boca tras la catástrofe natural que provocó un huracán que se empeñó en pasar por las Islas, no se sabe muy bien porqué. Una tormenta que no es la primera: ya en agosto, la cola de otra dio lugar a unas insólitas lluvias. "Me siento como huérfano", decía el pintor de Agaete. "Se nos ha ido una parte de todos nosotros". Ayer recordaba que en su reciente exposición en Noruega
se le acercó un visitante que le reconoció de la siguiente manera: "Usted es el pintor del Dedo de Dios...¿no?". En otro momento anímico dentro de la misma charla sobre el sentido de la vida, sobre lo eterno, y sobre el ´sic transit gloria mundi´, Dámaso filosofaba sobre la destrucción del paisaje, los incendios de
los pinares, las construcciones rompedoras, la invasión del medio rural... Una pintora gallega, Pilar Díaz Monterroso, llamaba preocupada a unos amigos, minutos antes de inaugurar una exposición en Santiago. "Me han dicho que ha sido tremendo. Que se ha roto el Dedo de Dios".
Dejando aparte el destino del antiguo Roque Partido, que por algo tendría aquel nombre, que ahora cobra nuevo sentido, es cierto que hasta la eterno tiene código de barras. El paisaje, el entorno físico, es lo que anuda la vida de las distintas generaciones, es un hilo conductor siempre presente. Hassan II solía recordar las palabras de Bismark, el ´canciller de hierro´, para significar la indisolubilidad del vínculo de la cercanía entre Canarias y Marruecos. "La geografía es el único factor inmutable de la historia". Lo es. Marruecos siempre será vecino del Archipiélago, por razones obvias. Un cataclismo que cambie los factores de esta ecuación equivaldría en la práctica al fin del mundo, o al menos del nuestro. Pero los miles, los cientos de miles, los millones de años que necesitaron los macizos del noroeste grancanario para crear la figura estilizada, emblemática, una seña de identidad, un ´logo´ de la canariedad, han ido haciendo un trabajo paciente.
Terremotos o volcanes han ido configurando la ´tempestad petrificada´ que conmovía a Unamuno cuando miraba el Nublo desde Tejeda y veía ese paisaje sobrecogedor. Uno de los iconos ha experimentado una nueva mutación en su arquitectura, pero, como dice Pepe Dámaso, el símbolo permanece erguido, esperando que los hombres y mujeres que lo ven, que lo sienten, que lo idealizan, le den un nuevo significado en un Puerto de Las Nieves
que también ha experimentado un cambio radical entre el ayer y el hoy, entre el pasado nostálgico y un hoy marcado por el muelle, por el frenesí de los ferries de la Olsen, por la ola constructora que todo lo invade.
Es una metáfora de la vida. La punta enhiesta cae en medio de un volcán de espuma precisamente cuando el pueblo se transforma entre un estrépito de grúas, camiones y hormigoneras. Y en pleno debate global sobre el cambio climático y una serie de fenómenos que en realidad siempre han existido, pero que parece que en estos tiempos se han salido de madre. Va a ser que ahora sí las visiones sobre la transplantación de manglares. No hay relación causa-efecto, por supuesto. Pero los espíritus sensibles no pueden dejar de pensar en la casualidad, en la tremenda coincidencia, sugeridora de infinitas reflexiones. Lo local y lo regional, lo local y lo global. La morfología física y la cultura. La pintura y la poesía.
Y un pueblo que en apariencia ha perdido la sensibilidad, preguntando y preguntándose por lo que le ha sucedido a un Dedo de Dios que muchos, hasta desconocen, o que viéndolo, la gama de grises con que despierta hasta convertirse en ocre intenso al atardecer difuminan sus exactos perfiles hasta confundirlo con el telón
de fondo de los impresionantes acantilados, camino de La Aldea, proa de la Isla hacia un Atlántico furioso.
Dámaso ha reaccionado con sabiduría, humildad y sentido de la responsabilidad. Está triste por la pérdida, pero reconoce que así es la naturaleza, que el hombre isleño encontrará enseguida el consuelo en la propia regla de vida que nos enseña el refranero. "¿Quién puede ccreerse Dios para recomponerlo". Muerto el Rey,
viva el Rey.
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