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La Voz de Gran Canaria

Lo que se lee

Lo que se lee ANTONIO HENRÍQUEZ JIMÉNEZ

La curiosidad le lleva a uno, cada vez con más frecuencia, a encontrarse con sorpresas. Eso pasa por querer enterarse de lo que se escribe. Manías maniáticas. Esta vez ha sido un libro publicado por una institución canaria. En su prólogo me encuentro con que, para ubicar cronológicamente un hecho de 1888, se acude -entre otros datos- al fallecimiento de don Antonio López Botas en Cuba, al que se presenta como “ex-Decano del Colegio de Abogados de Las Palmas y Ministro de Ultramar por esas fechas”.

¿Con que don Antonio López Botas en Cuba ministro de Ultramar? ¿Saben ustedes si los ministros españoles de la época viajaban para conocer la realidad que administraban? Creo que no lo hacían, por lo que he leído. Y menos a Ultramar. Así nos iba. O les iba a los sufridos gobernados de entonces; en especial a los de más allá de las Columnas de Hércules o del cabo de Finisterre.

¿Es que se pretente reescribir la historia? La de López Botas es bien triste. El jurista, decano del Colegio de Abogados de Las Palmas, diputado a Cortes, senador del Reino, alcalde de Las Palmas, fundador y director del Colegio de San Agustín, etc., etc., se vio obligado a emigrar (arruinado por los desembolsos personales en el Colegio de San Agustín y en otras empresas de la ciudad de Las Palmas, y desengañado de sus paisanos) a Cuba en 1881 (José Mesa y López dice que en 1882). Allí murió el 11 de abril de 1888, “en la soledad de una pensión habanera”, después de haber ejercido el cargo de Fiscal del Tribunal de Cuentas en la llamada perla de las Antillas. Por cierto, el cargo se lo pidió a su antiguo alumno, Fernando León y Castillo (o de León y Castillo como les gusta a los puristas de los linajes), que sí fue ministro de Ultramar de su Majestad Católica.

Decía que Fernando León y Castillo fue ministro de Ultramar; lo fue entre 1881 (11 de febrero) y 1883; anteriormente había sido por dos veces subsecretario de dicho ministerio. Más adelante fue ministro de Gobernación entre 1886-1887; y embajador de España en París en cuatro ocasiones (la primera en 1887; la segunda, en 1892; la tercera, desde 1897 a 1910; y la última, desde 1914 hasta 1918, en que murió).

También acude el prologuista al dato de que, por la misma época, “el poeta Domingo Rivero obtiene la plaza de Relator de la Audiencia de Las Palmas”, cuando quien lea la monografía que le dedica Eugenio Padorno se enterará de que don Domingo era relator desde 1884. A no ser que se estire la “misma época” hasta 1888.

Yo me pregunto cuál es el método de trabajo de este reescritor de un tramo de nuestra historia y autor del nombrado prólogo. ¿Y la entidad que publicó el libro no tiene asesores que entiendan de lo nuestro, de nuestra pequeña historia, a fin de no dejar pasar tales desmadres desinformadores?

Algo parecido, pero multiplicado, me ocurrió hace algún tiempo con otro libro, también institucional, donde las incongruencias de este tipo eran tan abundantes que aún estoy asombrado. Leo las alabanzas en su presentación y una reseña aparecida en la prensa, y me doy cuenta de que posiblemente el presentador y el periodista tuvieron que leer otro libro distinto al mío. El periodista dedica las tres cuartas partes de la reseña a exponer los laureles universitarios de su autor. Qué empeño en hacer pasar como excelente un trabajo con tantos descuidos. Posiblemente el concepto investigación, y el de la subsiguiente concreción en libro, ya no es el que parece debe ser.

Esta manera no rigurosa de referirse a nuestra historia dicen por ahí que se puede calificar de postmodernista. A la vez que Campi de Excelencias, la universidad canaria debería darles a sus profesores y estudiantes un cursillo sobre nuestra historia.

También las instituciones deberían promover una clarificación de los datos de esa historia. Para enterarse sobre León y Castillo, de poco sirven las referencias generalizadoras que presenta la página web de su Casa-Museo. Y no es el único caso.

De desdén, como califica el prologuista la actuación de Tácito con respecto a los germanos, y la de César con respecto a los galos, podría achacársele el trato dado a López Botas, aunque le dé un cargo de alto copete, y de mejor remuneración, que nunca ostentó, y sí Fernando León y Castillo, como queda dicho.

Para seguir sacando punta al prólogo, algo más adelante habla el autor de los viajes de nuestro pintor Néstor Martín Fernández de la Torre, y afirma que una de las cosas que le preocupan a Néstor es “ir de traslado en traslado como Darío”. Cualquier lector algo avisado piensa enseguida en otro pintor, Darío Regoyos; pero tiene que vislumbrar enseguida que el Darío viajero no será otro que el nicaragüense Rubén Darío.

Sic transit gloria mundi; o, si prefieren en postmoderno, Triqui traque gloria mundi. Amén.

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