Los 'repetíos' de La Isleta
De cómo una tienda de aceite y vinagre sobrevive a los cambios producidos en 75 años o por qué los vecinos del barrio prefieren la tienda de Carmelo para comprar cada día.
En 1929 la esquina de Pérez Muñoz con Osorio era un cafetín que al año siguiente se convirtió en tienda, de manos de Isidro Sarmiento, tío político de Carmelo el repetío, el actual propietario.Son 75 años de historia de La Isleta y su gente que todos los clientes recuerdan. Los Sánchez eran una familia de Moya compuesta por 11 hermanos, de los que cuatro (Santiago, Miguel, Juan y Antonio) abrieron tiendas en La Isleta. De ahí el apodo de los repetíos. La de Pérez Muñoz pasó a manos de Antonio y de éste, a su hijo Carmelo, quien no sabe si sus hijas seguirán la tradición o no. Los clientes no paran de entrar durante toda la mañana. La tienda es como un consultorio, asociación, club, punto de reunión. «Todos pasan por aquí al menos una vez al día», explica Carmelo, a quien sus vecinos creyeron enfermo o algo peor cuando el lunes pasado hizo puente y no abrió, una tienda que nunca cierra.
«Nunca cojo vacaciones, ¿para qué? Estoy a gusto, no estoy cansado, haciendo esto me siento realizado». El único cierre fue forzoso, cuando su padre estuvo seis años en la guerra. Carmelo y su hermana Dorita, que le ayuda, nacieron en esta casa que alberga la tienda. «Los demás se casaron y se fueron, pero yo nunca me fui», dice Carmelo, el más pequeño de los hermanos, que siempre trabajó con su padre y estudió de noche y cuyo nacimiento recuerda Carmola, una vecina, «como si fuera ahora, vino una partera y yo entré a verte, y a tu hermano gemelo».
La mañana se va llenando de anécdotas sobre el alto mostrador de la tienda, en el que se apoyan, en todos los sentidos, quienes suben los dos escalones. Escogen la fruta, piden la verdura, eligen lo que se quieren llevar; cuando algún producto está muy caro en el mercado, Carmelo no lo trae. «Él siempre nos recomienda lo que hay que comprar, lo más barato», comenta otra señora.
«La gente cree en el tendero como si fuera su familia», añade Carmelo, quien también guarda el correo de los vecinos, paga los recibos de agua, luz y funeraria si no están, y además lleva una rondalla, forma parte de la asociación de vecinos y colabora con la parroquia, hace las carrozas de Carnaval y la romería de La Naval y el Belén de la iglesia. También el de su tienda, que en nueve años se ha hecho famoso, y los chiquillos entran a colocar pastores antes de ir al colegio. Los vecinos aportan las figuras y él desmonta media tienda para colocarlo, con fuente e iluminación incluidas.
«El calor humano es lo más importante de la tienda. Tienes que saber escuchar y tener las palabras adecuadas para consolar a los que vienen, porque tienen confianza y te cuentan sus cosas», explica Dorita, que no hay forma de que salga en la foto. Cómo será de fiel la clientela que incluso vienen de Hoya de la Plata, como Juanita Quintana los jueves, a comprar la fruta.
A pesar de tener un supermercado muy cerca, la tienda de Carmelo no ha perdido clientes nunca. «Es la confianza y el trato distinto», dice Dorita. Lógico. Aquí la gente habla, se mira y no tiene prisa; si falta dinero, lo traen luego. Hacen la lista en el mostrador; cuando cierra a mediodía o al día siguiente, Carmelo lleva las compras a las casas. También tiene una libreta para apuntar lo pendiente. «El día que se me mueran todas estas viejitas tengo que cerrar», explica él picando un ojo, ante las protestas de las presentes. Carmita, que está haciendo la lista, levanta la cabeza: «Esto es un cachondeo, yo no le creo nunca lo que dice», afirma.
Y no es para menos. El lema de Carmelo es uno: «prohibido entrar mujeres negativas, aquí todos alegres. Alguien puede entrar hecho polvo y sale riéndose». La tienda está decorada con cuadros y murales que pinta Carmelo, un hombre que lo mismo hace alfombras para la fiesta que ayuda con el furgón a una mudanza. Y llega Mela Reyes, que recuerda, entre otras muchas cosas, que de pequeña «tenía que poner un cajón para que me atendieran».Su abuela y su madre ya compraban aquí, y también su hija y sus nietas. «Recuerdo las naranjas y las papas en cestas, que Antoñito cogía con palas». Agustín Monagas entra directamente tras el mostrador y se sirve, mientras Miguel, el fontanero, se apoya en la esquina a recordar cuando para ir de una casa a otra ni pisaba la calle, ya que iba por las azoteas. Ahora repara averías y a los mayores no les cobra. «Era una vida sana la de antes», dice Miguel.
Que la tienda es parte de todos los que la pisan queda claro con la llegada de Agustín García; el vecino de enfrente afirma: «La tienda es del barrio, no es de él, y no vamos a dejarla cerrar». Los demás asienten con la cabeza. Carmelo recuerda «la leña que me daba» Paquita, la primera maestra del barrio, quien revive mientras compra la época cuando los llevaba al Confital cantando, «una vez cada 15 días». No hay nadie que no recuerde algo y todos levantan las cejas al escuchar el nombre de los repetíos, una saga que forma parte de la historia viva de La Isleta. Y puesto que está todo el día en la tienda, Carmelo tiene una deuda muy grande: «Saludos a mi mujer y mis hijas, que son las que lo sufren a diario».
En 1929 la esquina de Pérez Muñoz con Osorio era un cafetín que al año siguiente se convirtió en tienda, de manos de Isidro Sarmiento, tío político de Carmelo el repetío, el actual propietario.Son 75 años de historia de La Isleta y su gente que todos los clientes recuerdan. Los Sánchez eran una familia de Moya compuesta por 11 hermanos, de los que cuatro (Santiago, Miguel, Juan y Antonio) abrieron tiendas en La Isleta. De ahí el apodo de los repetíos. La de Pérez Muñoz pasó a manos de Antonio y de éste, a su hijo Carmelo, quien no sabe si sus hijas seguirán la tradición o no. Los clientes no paran de entrar durante toda la mañana. La tienda es como un consultorio, asociación, club, punto de reunión. «Todos pasan por aquí al menos una vez al día», explica Carmelo, a quien sus vecinos creyeron enfermo o algo peor cuando el lunes pasado hizo puente y no abrió, una tienda que nunca cierra.
«Nunca cojo vacaciones, ¿para qué? Estoy a gusto, no estoy cansado, haciendo esto me siento realizado». El único cierre fue forzoso, cuando su padre estuvo seis años en la guerra. Carmelo y su hermana Dorita, que le ayuda, nacieron en esta casa que alberga la tienda. «Los demás se casaron y se fueron, pero yo nunca me fui», dice Carmelo, el más pequeño de los hermanos, que siempre trabajó con su padre y estudió de noche y cuyo nacimiento recuerda Carmola, una vecina, «como si fuera ahora, vino una partera y yo entré a verte, y a tu hermano gemelo».
La mañana se va llenando de anécdotas sobre el alto mostrador de la tienda, en el que se apoyan, en todos los sentidos, quienes suben los dos escalones. Escogen la fruta, piden la verdura, eligen lo que se quieren llevar; cuando algún producto está muy caro en el mercado, Carmelo no lo trae. «Él siempre nos recomienda lo que hay que comprar, lo más barato», comenta otra señora.
«La gente cree en el tendero como si fuera su familia», añade Carmelo, quien también guarda el correo de los vecinos, paga los recibos de agua, luz y funeraria si no están, y además lleva una rondalla, forma parte de la asociación de vecinos y colabora con la parroquia, hace las carrozas de Carnaval y la romería de La Naval y el Belén de la iglesia. También el de su tienda, que en nueve años se ha hecho famoso, y los chiquillos entran a colocar pastores antes de ir al colegio. Los vecinos aportan las figuras y él desmonta media tienda para colocarlo, con fuente e iluminación incluidas.
«El calor humano es lo más importante de la tienda. Tienes que saber escuchar y tener las palabras adecuadas para consolar a los que vienen, porque tienen confianza y te cuentan sus cosas», explica Dorita, que no hay forma de que salga en la foto. Cómo será de fiel la clientela que incluso vienen de Hoya de la Plata, como Juanita Quintana los jueves, a comprar la fruta.
A pesar de tener un supermercado muy cerca, la tienda de Carmelo no ha perdido clientes nunca. «Es la confianza y el trato distinto», dice Dorita. Lógico. Aquí la gente habla, se mira y no tiene prisa; si falta dinero, lo traen luego. Hacen la lista en el mostrador; cuando cierra a mediodía o al día siguiente, Carmelo lleva las compras a las casas. También tiene una libreta para apuntar lo pendiente. «El día que se me mueran todas estas viejitas tengo que cerrar», explica él picando un ojo, ante las protestas de las presentes. Carmita, que está haciendo la lista, levanta la cabeza: «Esto es un cachondeo, yo no le creo nunca lo que dice», afirma.
Y no es para menos. El lema de Carmelo es uno: «prohibido entrar mujeres negativas, aquí todos alegres. Alguien puede entrar hecho polvo y sale riéndose». La tienda está decorada con cuadros y murales que pinta Carmelo, un hombre que lo mismo hace alfombras para la fiesta que ayuda con el furgón a una mudanza. Y llega Mela Reyes, que recuerda, entre otras muchas cosas, que de pequeña «tenía que poner un cajón para que me atendieran».Su abuela y su madre ya compraban aquí, y también su hija y sus nietas. «Recuerdo las naranjas y las papas en cestas, que Antoñito cogía con palas». Agustín Monagas entra directamente tras el mostrador y se sirve, mientras Miguel, el fontanero, se apoya en la esquina a recordar cuando para ir de una casa a otra ni pisaba la calle, ya que iba por las azoteas. Ahora repara averías y a los mayores no les cobra. «Era una vida sana la de antes», dice Miguel.
Que la tienda es parte de todos los que la pisan queda claro con la llegada de Agustín García; el vecino de enfrente afirma: «La tienda es del barrio, no es de él, y no vamos a dejarla cerrar». Los demás asienten con la cabeza. Carmelo recuerda «la leña que me daba» Paquita, la primera maestra del barrio, quien revive mientras compra la época cuando los llevaba al Confital cantando, «una vez cada 15 días». No hay nadie que no recuerde algo y todos levantan las cejas al escuchar el nombre de los repetíos, una saga que forma parte de la historia viva de La Isleta. Y puesto que está todo el día en la tienda, Carmelo tiene una deuda muy grande: «Saludos a mi mujer y mis hijas, que son las que lo sufren a diario».
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