Enemigo dentro del hotel
CARLOS G. ROY
Que si el petróleo. Que si la desaceleración económica alemana. Que si la competencia de los
nuevos destinos. Que si la abuela fuma. Cada vez que se encienden las alarmas en el sector
turístico, los empresarios se las ingenian como nadie para encontrar excusas externas que den cuenta de lo que pasa. La culpa siempre es de otros, de fuera. Ellos, limpios de polvo y paja, son meras víctimas propiciatorias. Pues mira tú, yo no trago.
Cierto es, porque tampoco es cuestión de exagerar, que determinados movimientos negativos en el mercado internacional (petróleo, Alemania, nuevos destinos, etc.) influyen en alguna medida en el problema. Pero tal cosa, que por otro lado afecta a casi todos los competidores, explica una parte del todo, pero no el todo en sí mismo como se pretende hacer creer: estoy convencido de que el enemigo lo llevamos dentro.
Canarias ofrece un producto concreto, de determinadas características y cierta calidad desde el punto de vista del bienestar social. Es un destino europeo, estable, que garantiza unas
condiciones de seguridad, sanidad, comunicaciones, servicios, protección jurídica, etcétera,
perfectamente homologables al lugar de origen de los turistas. Por supuesto, siempre resultará más económico irse a veranear al Chad, pongamos por caso, y seguro que también tiene su público, pero éste no pertenece al gran segmento comercial por el que pugna Canarias. Así, mientras las cosas continúen de igual modo en muchos de esos destinos alternativos, en la mente del hipotético visitante el Archipiélago se presenta como un destino familiar, más confortable y menos problemático que sus competencias caribeñas, balcánicas y turcas, por ejemplo.
Pero aquí se sigue ofreciendo lo mismo desde hace tres décadas largas: sol y playa casi a palo seco. La patética y chabacana política cultural que ofertan muchas islas desde sus
administraciones, sobre todo Gran Canaria, no es ya que sea desastrosa, mínima y hortera, sino que quita las ganas de participar hasta al más omnívoro consumidor interno y externo. Y no sólo hablo de la dificultad para encontrar conciertos, teatro o actividades deportivas de cierta enjundia, lo cual resulta poco menos que imposible. Por ejemplo, en cualquier parte pueden tropezarse con lamentables casos de amalgamas sin ton ni son de animales o cosas a las que se les llama rimbombantemente parques temáticos y se cobra un pico por acceder a ellos. Y el turista, que no es idiota, pica una vez, pero no más. Estupendo clima y buenas playas, sí, pero no sólo de eso vive el hombre.
El parque alojativo también deja mucho que desear. Por supuesto, hay muchos establecimientos de calidad, pero los hay aún más decrépitos y disuasorios. Se trata de chupar de la teta, no de reinvertir parte de las ganancias en adecentar las instalaciones. Y así se ven apartamentos calamitosos, bungaloes que apenas superan el nivel de la chabola y hoteles que podrían figurar en cualquier telefilme de hampones de medio pelo. El boca a boca, como elemento de mercadotecnia, no sólo es que funcione, sino que constituye una herramienta de primera magnitud para lo bueno y lo malo: al que le toque aterrizar en uno de esos cuchitriles, no sólo es que no volverá, sino que convencerá a su entorno de que Canarias es un lugar miserable al que mejor no acercarse, tomando la parte por el todo.
El problema de la marca identificativa también es importante. Tenerife ha sido más hábil, y a lo largo del tiempo ha sabido relacionar de forma consistente su isla con el concepto de Canarias. A cualquiera le ha pasado que, tras nombrar, por ejemplo, Playa del Inglés fuera de las Islas, automáticamente su interlocutor la ha situado en tierra chicharrera. Ahora, de nuevo con mucha habilidad, Tenerife se ha sumado al carro de la publicidad genérica de Canarias emprendida por la administración, porque está segura de que un gran número de visitantes que se sientan atraídos, pongamos por caso, por la exhuberancia vegetal de La Palma, acabarán en alguno de sus hoteles.
Esta competencia interna puede ser sana, faltaría más, pero siempre y cuando se juegue limpio y se busque solución de una vez por todas al problema identificativo que arrastran las otras islas por incapacidad o desidia de sus políticos.
Otro lastre de primera magnitud es el medioambiental. Como aquí había un entorno maravilloso y un marco incomparable, como dirían los aliados de los topicazos, nos hemos dedicado durante treinta años a hacerlo migas. El urbanismo delirante y homicida ha convertido, sobre todo a los sures, en ejemplos de devastación de la belleza, de desarrollismo nada sostenible, de feísmo nauseabundo y destrucción medioambiental. Y, con moratorias o sin ellas, la cosa continúa por el mismo camino, erigiéndose mamotretos, cada cual más horrible que el anterior, que machacan el paisaje y acaban hasta con el último vestigio de belleza e interés.
El turismo, en fin, era el maná llovido del cielo, literalmente. Llegaban los aviones cargados no de personas, sino de bípedos fajos de billetes que había que arramblar invirtiendo lo mínimo posible en el proceso. Y de diversificar las fuentes productivas, nada: para qué si el chollo iba a ser eterno y los puertos y aeropuertos eran sinónimo de dinero en tránsito. Así nos va, a riesgo de quedarnos con una mano delante y otra detrás. En fin, que como decía más arriba, los empresarios del sector e incluso los mismos políticos prefieren culpar al enemigo externo, siempre tan útil como chivo expiatorio, que a su propia molicie.
Que si el petróleo. Que si la desaceleración económica alemana. Que si la competencia de los
nuevos destinos. Que si la abuela fuma. Cada vez que se encienden las alarmas en el sector
turístico, los empresarios se las ingenian como nadie para encontrar excusas externas que den cuenta de lo que pasa. La culpa siempre es de otros, de fuera. Ellos, limpios de polvo y paja, son meras víctimas propiciatorias. Pues mira tú, yo no trago.
Cierto es, porque tampoco es cuestión de exagerar, que determinados movimientos negativos en el mercado internacional (petróleo, Alemania, nuevos destinos, etc.) influyen en alguna medida en el problema. Pero tal cosa, que por otro lado afecta a casi todos los competidores, explica una parte del todo, pero no el todo en sí mismo como se pretende hacer creer: estoy convencido de que el enemigo lo llevamos dentro.
Canarias ofrece un producto concreto, de determinadas características y cierta calidad desde el punto de vista del bienestar social. Es un destino europeo, estable, que garantiza unas
condiciones de seguridad, sanidad, comunicaciones, servicios, protección jurídica, etcétera,
perfectamente homologables al lugar de origen de los turistas. Por supuesto, siempre resultará más económico irse a veranear al Chad, pongamos por caso, y seguro que también tiene su público, pero éste no pertenece al gran segmento comercial por el que pugna Canarias. Así, mientras las cosas continúen de igual modo en muchos de esos destinos alternativos, en la mente del hipotético visitante el Archipiélago se presenta como un destino familiar, más confortable y menos problemático que sus competencias caribeñas, balcánicas y turcas, por ejemplo.
Pero aquí se sigue ofreciendo lo mismo desde hace tres décadas largas: sol y playa casi a palo seco. La patética y chabacana política cultural que ofertan muchas islas desde sus
administraciones, sobre todo Gran Canaria, no es ya que sea desastrosa, mínima y hortera, sino que quita las ganas de participar hasta al más omnívoro consumidor interno y externo. Y no sólo hablo de la dificultad para encontrar conciertos, teatro o actividades deportivas de cierta enjundia, lo cual resulta poco menos que imposible. Por ejemplo, en cualquier parte pueden tropezarse con lamentables casos de amalgamas sin ton ni son de animales o cosas a las que se les llama rimbombantemente parques temáticos y se cobra un pico por acceder a ellos. Y el turista, que no es idiota, pica una vez, pero no más. Estupendo clima y buenas playas, sí, pero no sólo de eso vive el hombre.
El parque alojativo también deja mucho que desear. Por supuesto, hay muchos establecimientos de calidad, pero los hay aún más decrépitos y disuasorios. Se trata de chupar de la teta, no de reinvertir parte de las ganancias en adecentar las instalaciones. Y así se ven apartamentos calamitosos, bungaloes que apenas superan el nivel de la chabola y hoteles que podrían figurar en cualquier telefilme de hampones de medio pelo. El boca a boca, como elemento de mercadotecnia, no sólo es que funcione, sino que constituye una herramienta de primera magnitud para lo bueno y lo malo: al que le toque aterrizar en uno de esos cuchitriles, no sólo es que no volverá, sino que convencerá a su entorno de que Canarias es un lugar miserable al que mejor no acercarse, tomando la parte por el todo.
El problema de la marca identificativa también es importante. Tenerife ha sido más hábil, y a lo largo del tiempo ha sabido relacionar de forma consistente su isla con el concepto de Canarias. A cualquiera le ha pasado que, tras nombrar, por ejemplo, Playa del Inglés fuera de las Islas, automáticamente su interlocutor la ha situado en tierra chicharrera. Ahora, de nuevo con mucha habilidad, Tenerife se ha sumado al carro de la publicidad genérica de Canarias emprendida por la administración, porque está segura de que un gran número de visitantes que se sientan atraídos, pongamos por caso, por la exhuberancia vegetal de La Palma, acabarán en alguno de sus hoteles.
Esta competencia interna puede ser sana, faltaría más, pero siempre y cuando se juegue limpio y se busque solución de una vez por todas al problema identificativo que arrastran las otras islas por incapacidad o desidia de sus políticos.
Otro lastre de primera magnitud es el medioambiental. Como aquí había un entorno maravilloso y un marco incomparable, como dirían los aliados de los topicazos, nos hemos dedicado durante treinta años a hacerlo migas. El urbanismo delirante y homicida ha convertido, sobre todo a los sures, en ejemplos de devastación de la belleza, de desarrollismo nada sostenible, de feísmo nauseabundo y destrucción medioambiental. Y, con moratorias o sin ellas, la cosa continúa por el mismo camino, erigiéndose mamotretos, cada cual más horrible que el anterior, que machacan el paisaje y acaban hasta con el último vestigio de belleza e interés.
El turismo, en fin, era el maná llovido del cielo, literalmente. Llegaban los aviones cargados no de personas, sino de bípedos fajos de billetes que había que arramblar invirtiendo lo mínimo posible en el proceso. Y de diversificar las fuentes productivas, nada: para qué si el chollo iba a ser eterno y los puertos y aeropuertos eran sinónimo de dinero en tránsito. Así nos va, a riesgo de quedarnos con una mano delante y otra detrás. En fin, que como decía más arriba, los empresarios del sector e incluso los mismos políticos prefieren culpar al enemigo externo, siempre tan útil como chivo expiatorio, que a su propia molicie.
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