Violencia escolar, ¿responsabilidad escolar?
MANUEL MARRERO MORALES
La dirección de un centro de infantil y primaria me informaba recientemente sobre cómo unos niños de 6º simulaban o daban palizas en el recreo, con la finalidad de grabarlas en sus móviles y de cómo un grupo de niños de 3º se constituía en pandilla para ejercer violencia sobre los de 1º y 2º. Llamados los progenitores de los encausados al centro escolar, todos, sin excepción, adquirieron el compromiso de intervenir para intentar reeducar a sus vástagos, imitadores de conductas antisociales.
Hace pocos días, en un instituto de Málaga, un padre propinó un cabezazo a un docente tras acusarlo de haber maltratado a su hija y, en otro centro, han expulsado temporalmente a un alumno de segundo de ESO que "le dio una colleja" a un profesor. Según el director, cuando llamamos al alumno éste se dedicó a montar una escandalera. Se puso a gritar y a vociferar. El centro siguió el protocolo previsto en estos casos, que pasa por la comunicación a los padres del infractor. La madre reaccionó fatal. En cuanto llegó pidió los papeles para cambiar a su hijo de centro. No le interesaba conocer lo que había hecho su hijo y, de hecho, se fue despotricando.
La violencia entre iguales se ha convertido en un contravalor emergente en nuestra sociedad. Establecer formas de dominio, estrategias de acoso, actitudes intimidatorias entre personas de la misma calle, del mismo barrio, de la misma escuela, incluso del mismo lugar de trabajo, parece que se extienden como un magma que impregna una buena parte de las relaciones sociales. Todas estas actuaciones, que en muchas ocasiones son casos aislados dentro de una colectividad, suelen servir como atractivos titulares para muchos medios de comunicación. Se está creando un estado de opinión al respecto, y la percepción ciudadana está cada vez más cercana a la existencia de una violencia generalizada, y mucho más escandalosa aún, cuando de violencia escolar se trata. Y aunque la violencia forme parte de la sociedad, ninguna institución parece estar en condiciones de dar una respuesta y, sin embargo, se le pide a la escuela que la dé.
Bajo los parámetros de la globalización, el mercado se ha convertido en el principal rector de la vida social, política y cultural. Los excluidos sociales y una gran parte de los que se encuentran bajo el umbral de la pobreza, seguramente tendrán la razonable convicción de que la sociedad los centrifuga de forma violenta hacia el extrarradio; los jovenes, que han fracaso académicamente y además no encuentran un trabajo que les permita vivir con dignidad, sobreviven en una continua sinrazón, pues a la vez están inmersos en una sociedad que continuamente les lanza mensajes para que se integren en los inalcanzables circuitos del consumo (moda, tecnología, alimentación, ocio, drogas, cultura...). Uno y otro segmento de la población viven una creciente situación de violencia social, institucional incluso, alimentada por un reparto desigual de la riqueza y de la justicia. No es de extrañar que no le tengan demasiadas querencias a un sistema del cual reciben escasos beneficios, ejemplos no muy lejanos tenemos en las calles de París. No obstante, hay que reconocer que la violencia no es una manifestación exclusiva de los más desfavorecidos, impregna a todas las clases sociales. A todo ello hay que añadirle que algunas instituciones (la Iglesia, la Escuela y el Ejército), tradicionalmente encargadas de la domesticación para integrar en una sociedad obediente, han ido perdiendo eficacia en los últimos tiempos. La familia por su parte, o se encuentra incapaz o, incluso, refuerza los valores dominantes en la sociedad, profundizando en las contradicciones.
En el otro extremo, los que nos encontramos relativamente acomodados y apuntalando el sistema -que hasta cierto punto nos está beneficiando- somos los que sentimos la violencia a nuestro alrededor, como algo externo a nosotros e incluso, en algunas ocasiones, como sufridores de la misma. Y comenzamos a buscar denodadamente soluciones al problema, que en definitiva evidencian nuestra mentalidad, nuestro grado de implicación, nuestra concepción de los roles sociales. Y las decisiones son de lo más dispares.
En lugares como El Salvador, los centros escolares no escapan a la violencia generalizada del país. El Ministerio de Educación ha puesto en marcha el plan Escuelas Seguras que incluye planes de seguridad con los directores y también con la policía. El viceministro dijo que esperan proteger a los alumnos de centros escolares, ubicados en zonas donde acecha la violencia. Medidas coyunturales y represivas, pues, para combatir la violencia estructural.
En nuestro país, en los meses previos a las elecciones sindicales en la enseñanza pública no universitaria, un sindicato gremial denominado Asociación Nacional de Profesores Estatales (ANPE), ha hecho público un decálogo de medidas que creen necesario implantar en los centros escolares para mejorar la situación del profesorado, entre las que destaca la creación de una comisión de disciplina en cada centro y el reconocimiento del profesor como autoridad pública, igual que otros funcionarios. Algo similar opinan los religiosos de la enseñanza, aglutinados en la FERE, cuando piden reforzar la autoridad del director, los profesores y el claustro, aunque admiten- también es una cuestión de formación en valores.
Está claro que hay un buen número de personas que opinan que debe haber unas normas claras, una especificación de los derechos y deberes de cada cual y un reglamento con una tipificación de las faltas y los castigos correspondientes. Una vez abierto el expediente sancionador, todo se resuelve con la aplicación automática de los reglamentos y la correspondiente expulsión temporal o el traslado del problema a otro centro educativo. No quieren perder el tiempo en analizar que cada persona es distinta y que cada situación obedece a unas causas específicas. Y no bastan las medidas punitivas y coercitivas.
En el caso de los poderes públicos, que se encuentran con el deber de dar una respuesta rápida a las demandas ciudadanas, en general se buscan titulares efectistas que den la sensación de que todo está bajo control: Observatorios sobre la violencia escolar, planes de choque,... En el mejor de los casos, sólo se persigue atajar las consecuencias.
La violencia escolar sirve como argumento para políticas de privatización, para focalizar el interés de los usuarios del sistema en la seguridad y no en otras carencias, así como para la intensificación consentida de la vigilancia (videocámaras, seguridad privada,...). Es evidente que favorecen estas tensiones las condiciones de vida y trabajo de los centros educativos: ratios excesivas, carencia de profesorado de apoyo, políticas de reducción de plantillas, escasa preparación del profesorado para afrontar estas nuevas situaciones, minusvaloración social de la institución escolar y del trabajo docente, contradicciones entre los valores que se intentan desarrollar en los centros educativos y los reclamos y modelos sociales,... y mientras tanto los discursos públicos hablan de solidaridad, de atención a la diversidad, de educación para el consumo, de educación para la convivencia, al mismo tiempo que se traslada a la escuela la responsabilidad de solucionar el problema de la violencia, entre otros, y a buen seguro que el profesorado lo intenta, incluso a costa de su salud.
Hacen falta políticas sociales que favorezcan la inclusión social, la disminución de las injusticias, el pleno empleo, unas condiciones de vida y trabajo dignas, unos servicios públicos eficientes, unos medios de comunicación que transmitan otros modelos, favorezcan la emancipación y no el adocenamiento y la ignorancia supina. La elevación del nivel cultural, social y económico de la población debería traer consigo las prácticas de otras formas de resolver los conflictos, mediante el diálogo y el razonamiento. Medidas estructurales, a medio y largo plazo; en definitiva, que impere la fuerza de la razón.
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