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La Voz de Gran Canaria

Ciudadanía

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JAVIER DURAN

La ministra Cabrera ya tiene claro que la asignatura Ciudadanía va a estar en igualdad con Matemáticas y Lengua, y que los alumnos de Primaria y Secundaria van a tener que examinarse de una materia que contiene repercusiones sobre el medio ambiente, los valores constitucionales y la seguridad vial.

El anuncio ha recibido críticas del PP, que ve la novedad como una especie de adoctrinamiento para la creación de una especie de juventudes del socialismo ZP, una situación que podría socavar la otra ideologización encarrilada desde los colegios y universidades privadas amamantadas por la corrientes religiosas que acuna el Papa. Sólo hay que mirar desde el balcón de la vida para comprender que el catecismo se ha quedado obsoleto por deseo propio, y que se echa en falta conocimientos que ayuden a interpretar los signos que, precisamente, empiezan a hacerse fuertes en las propias aulas.

Yo diría que destaca entre todos ellos la facilidad con que la burla, el acoso o el derribo al compañero y al profesor pasa de distracción a definitivo: el carácter finalista de la acción. El psicólogo Vicente Garrido hablaba hace unos días del Síndrome del Emperador, y comentaba al respecto un asunto clave: los adolescentes que castigan a sus padres, decía el estudioso, no reciben maltrato alguno por parte de ellos, sólo tienen una gran dosis de egocentrismo y se creen que están por encima del bien y del mal. Finalizaba la entrevista con las 5.000 denuncias tramitadas en 2005 por progenitores que, al parecer, viven aterrorizados por la violencia física o verbal del vástago.

Al oír la noticia de que entraba en vigor la asignatura Ciudadanía sentí, como padre, cierta satisfacción, pues de poco sirve tener las universidades llenas de futuros licenciados con expedientes brillantes, pero sin ganas alguna de emitir una opinión sobre inmigración, el calentamiento de la Tierra o simplemente descuidar su ocio por un día para liberar a sus padres de la carga de un abuelo que no puede valerse por sí mismo.

El escritor Vicente Verdú dedicaba el otro día un artículo a la paternidad y sus agujeros, y hacía constar la incomunicación de los padres con los hijos, que han convertido sus casas en una especie de hostal a la que van para dormir, cambiarse de ropa y comer. Pero lo importante, aclaraba Verdú, es que no ocurre nada, que el sistema familiar no se desestabiliza y que no hay intento alguno por parte de los padres para corregir la situación. La síntesis es que cada uno va a lo suyo y nadie experimenta desazón por la ruptura pasajera o definitiva. Está claro que en los años del silencio pasan muchas cosas de las que sólo suele enterarse el mejor amigo del adolescente: todo depende de él.

El temor es que lo que pretende ser un reconstituyente acabe siendo una materia más, con los mismos ajustes disciplinares de cualquier otra asignatura humanística o científica. Quizás la idea deba ser un esquema acorde con la época. De acuerdo que hay grandes cuestiones que preocupan a la humanidad y sobre las que el alumno tiene que alcanzar un conocimiento. Pero no es menos cierto que la introducción en los planes del nuevo estudio es una oportunidad única para ir más allá y tocar en la puerta de cosas que ahora mismo nos resultan insoportables, sobre todo por no entenderlas: sin ir más lejos, que los móviles graben peleas de compañeros de clase.

Ciudadanía puede convertirse en un libro con un índice que cumplir, o bien puede llegar a ser un buen referente de debate, puede que el único dentro de un amalgama educativa que procura bastantes fracasos, no sólo académicos sino también personales. Me gustaría saber qué profesores o colegios están dispuestos a romper la monotonía, a guardar el cumplimiento de los objetivos en un cajón, dejar a un lado la evaluación prevista y obviar los apuntes, y todo ello para hablar de un aspecto de la actualidad. Seguro que pueden darse sorpresas: o se establece un intenso diálogo, o bien se forma una algarabía de difícil control. Sea lo uno u lo otro, el asunto es que la asignatura, al final, tendrá un examen, y ahí se conocerá hasta qué punto existe un nivel de satisfacción o lo contrario.

Todavía recuerdo que don Gerardo Martinón, el director del Instituto, nos sacaba de la clase para llevarnos a su despacho enmoquetado, con olor a colonia, para oír la voz de Pablo Neruda por los altavoces del aparato de música. El gesto del profesor de Literatura significaba, de cara a nosotros, una muestra de confianza al compartir su espacio de autoridad; también era la distracción, la novedad, frente a la rutina; suponía además una forma diferente de aprender, de oír la voz del poeta, y finalmente todos nos quedábamos un poco transpuestos al ver al elegante don Gerardo envuelto en el humo de su cigarrillo, casi perdido en un espacio que todos queríamos tocar. Seguro, pensábamos, que se trataba del peso de la poesía, de su capacidad de transportar. Ya el resto del día nos parecía un aburrimiento, un insulto para la feroz adolescencia.

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